GAITÁN: "¡EL CAUDILLO DEL PUEBLO!"
“Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí y
la oligarquía no me mata porque sabe que si lo hace, el país se vuelca y las
aguas demorarán cincuenta años en regresar a su nivel normal”.
(Jorge Eliécer Gaitán Ayala)
Seguramente orquestado por esa abominable oligarquía liberal
conservadora de la que tanto se opuso con vehemencia, a 76 años de su fatídico
magnicidio que desencadenó una asonada de proporciones estentóreas, traducida
en el tristemente célebre acontecimiento denominado, “El Bogotazo”, acaecido el
9 de abril de 1948, con un saldo de por lo menos 3.000 civiles perecidos en la
ciudad capital -de acuerdo al registro noticioso que insertó en sus
preliminares el diario El Tiempo, para la época, propiedad del ex presidente
liberal (1938-1942), Eduardo Santos Montejo-, esta patria colombiana que, si
así se quiere, bien podemos seguir retratando a través de los dicientes pasajes
que dicta la proclama vallenata propiedad del finado, Romualdo Brito, titulada
“Yo soy el indio”, con suma colombianidad cantada hace más de treinta años por Diomedes
Díaz en la que reza: “Yo soy el indio guajiro de mi ingrata patria
colombiana; que tiene todo del indio, más sin embargo, no le dan nada; no hay colegio
pal’ estudio, ni hospital pa’ los enfermos; todavía andamos en burros, y en
cayuquitos de remo; entonces, cual es la vaina, qué es lo que pasa con nuestro
pueblo; el gobierno no da nada y nos censura por lo que hacemos; nos dejan la
mala fama con sus periódicos embusteros; nos dejan los socavones y se llevan lo
bueno que tenemos”, aún está volcada y las aguas no han regresado a su
nivel normal. Y si no lo creen, basta entonces con que, una vez desaparecida la
figura de “El caudillo del pueblo”, echemos un vistazo por las páginas, de
contera, diluidas y ensangrentadas, de nuestra (¿bella?) historia política
republicana para comprobarlo.
Indistintamente que a los antiquísimos hombres de Estado, adscritos al
otrora Partido Liberal, (fundado el 16 de julio de 1848), se les refiera como
caudillos, -incluso, hasta con ínfulas, algunos, de haber dirigido la primera
magistratura de la Nación-, el también “Caudillo Liberal”, Jorge Eliécer Gaitán
Ayala, conocido así, primero, por su irrestricta defensa, a través de su
magnánima oratoria, hacia las causas sociales al interior de una Colombia
política y socialmente convulsa, a mediados del siglo pasado, y, luego, por
comandar, antes de su deceso, su propia colectividad al ganarle el pulso al ex
presidente, Eduardo Santos, nació en el barrio Las Cruces de la ciudad de
Bogotá (hoy, adscrito a la localidad (3) de Santafé, anexa al Distrito Capital),
el 26 de enero de 1903: lustro en el que, entre otras cosas, descansaba el fin
de la “Guerra de los Mil Días”, entre liberales y conservadores, y, a la
postre, el nefasto suceso contentivo a la pérdida de Panamá, concluido, de
remate, por el mismísimo mandatario de la época (1900-1904), el vetusto
conservador, José Manuel Marroquín, al aducir: “¿Y qué más quieren los
colombianos? Me entregaron una república y les devuelvo dos”; pero con la
salvedad que la completa y minuciosa historiografía de aquella perdida se
encuentra inmersa por el trasegar de las páginas del ilustrado tratado “Panamá
y su separación de Colombia: una historia que parece novela” (Biblioteca Banco
Popular, Bogotá, 1972), escrito por el intelectual cartagenero, Eduardo
Lemaitre Román.
Abogado de la Universidad Nacional (1924) con tesis de grado titulada
“Las ideas socialistas en Colombia” y doctor en jurisprudencia de la Real
Universidad de Roma (1927), especializado en el campo del derecho penal, con
tesis laureada “El criterio positivo de la premeditación” que le adhirió a tal
distingo el premio Enrico Ferri en honor al jurista itálico, quien, a la
postre, fuese su profesor, fue testigo, por antonomasia, del periodo retratado al
interior de los anales de la historia política colombiana bajo el rótulo, “La
República Liberal”, dirigida por los mandatarios nacionales Enrique Olaya
Herrera (1930-1934); Alfonso López Pumarejo (1934-1938 / 1942-1945), -a cuyo
primer periodo presidencial se le asignó el mote de la “Revolución en Marcha”-;
Eduardo Santos Montejo (1938-1942) y los designados por esto de los quiebres
institucionales que se presentaron en el segundo gobierno de López, hasta con
intentona de golpe de Estado militar, Darío Echandía (1943-1944) y Alberto
Lleras Camargo desde 1945 hasta 1946, lustro por el cual nuevamente el aupado
Partido Conservador, (en ese entonces bajo las riendas de “El hombre
tempestad”, Laureano Gómez Castro, sedicioso cogobernante de Ospina,
ultraconservador doctrinario a rajatabla con credenciales incluidas colgadas de
su añejo cuello en calidad de representante plenipotenciario del nazismo alemán
en Colombia y apodado por sus confutadores liberales, “El monstruo”), recupera
el poder ejecutivo, a modo de “nueva hegemonía”, en cabeza del vencedor de la
contienda, Mariano Ospina Pérez, para el periodo 1946-1950, pues recuérdese
que, a fin de cuentas, los liberales llegaron divididos a la elección
presidencial entre el candidato del partido, Gabriel Turbay, y, el disidente, Gaitán.
Conmemórese que el propio Ospina para “calmar las aguas” nacionales por
aquello del asesinato de Gaitán, no tuvo más remedio que reavivar y, de paso, convocar
inmediatamente a la “Unión Nacional”, concertando, primero, con el ala liberal y, de paso, proponer una especie
de “gobernanza cruzada” en la que liberales y conservadores (o viceversa), trabajaran
conjuntamente al interior de las corporaciones uninominales, tratándose de una semilla
arrojada en tierras mojadas de sangre que, a fin de cuentas, terminó con la
concreción del “Pacto de Sitges”, protocolizado el 20 de abril de 1957, entre
el liberal, Alberto Lleras Camargo, y el grandilocuente “Hombre tempestad”,
Laureano Gómez, que terminó dándole alas al “Leviatán” del nauseabundo “Frente
Nacional”, que, bajo su égida, permitió que las facciones tanto del liberalismo
como del conservatismo se turnaran la riendas del Estado por dieciséis años, es
decir, desde 1958 a 1974.
Pero antes de ese acontecimiento en el que, por infortunio, los
liberales perdieron el poder presidencial a manos del conservatismo, habrá que
traer a colación su protagonismo, fundamental, desde luego, en el derribamiento
de la “Hegemonía conservadora”, (1886-1930), pues, sin sonrojo alguno, puede
afirmarse que producto de su debate parlamentario de 1929 sobre la terrorífica
“Masacre en las bananeras” cuya sombra aún se asoma por algunos ventanales
fisurados de la vida nacional, generó la estocada de muerte a dicha corriente,
(iniciada, en principio, por la condescendiente constitución de 1886 a órdenes
del “Regenador” cartagenero, Rafael Núñez Moledo, quien, en dicho espacio
político, tuviera un periodo de gobierno, entre 1887 a 1888), en efecto,
presidida para el periodo 1926-1930 por Miguel Abadía Méndez.
Así pues, el completísimo debate indexado en “1928: La masacre en las
bananeras” (Ed. Los Comuneros, 2ª. Ed. Bogotá, 1972), dispone en su
presentación el presente apartado: “Hacía falta en el ámbito bibliográfico
nacional una obra como “LA MASACRE EN LAS BANANERAS”. Ella viene a llenar un
vacío dentro de nuestra historia contemporánea, máxime si se tiene en cuenta
que la versión oficial de la historia colombiana, ha tratado por todos los
medios de omitir o distorsionar este sangriento episodio, que el enclave
colonialista de la United Fruit provocó en la zona bananera del Magdalena en el
año de 1928 y, que marcó un hito en la lucha de la clase obrera colombiana”.
(Págs. 5-6).
Adicional a ello, enmarca tres acápites (pág. 6) de la obra cumbre del
Nobel de Literatura (1982), Gabriel García Márquez, “Cien años de soledad”, a
saber: “El Decreto número 4 del Jefe civil y militar de la provincia, Carlos
Cortés Vargas… “en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los
huelguistas CUADRILLA DE MALHECHORES y facultaba al ejército para matarlos a
bala”. (Pág. 256); “Debías ser como tres mil.” (Muertos). (Pag.
259); y “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando, ni pasará nunca. Este
es un pueblo feliz”. (Pag. 261).
En ese sentido, cercano a los avatares políticos que transcurrían en el
país conservador de los años veinte, del siglo pasado, desde sus tiempos de
estudiante universitario se interesó por los asuntos políticos decidiéndose
completamente por los mismos hasta su último día de vida: unido al debate
histórico, ya mencionado, fundó en 1933 la Unión Nacional Izquierdista
Revolucionaria (UNIR); en el primer periodo presidencial de López Pumarejo fungió
como alcalde de Bogotá, entre 1936 y 1937; magistrado de la Corte Suprema de
Justicia (1940); en 1941, es llamado por el presidente Santos Montejo para
encargarlo del sector educación por intermedio del ministerio del ramo para tal
fin; senador en 1943 y ministro de trabajo durante la presidencia interina de
Darío Echandía (1943-1944) para, finalmente, proclamar, en 1946, su candidatura
a la presidencia delante de sus más fervorosos copartidarios que, en síntesis,
significaban el pueblo.
Crítico de esa oligarquía liberal conservadora, supo mantener su
protagonismo al interior del Partido Liberal, indistintamente de los
desacuerdos presentados en lo más profundo de la interna de la colectividad,
conllevando a independizarse, primero, con la UNIR, o con el pueblo, para finalmente
candidatizarse a la presidencia; o sus posiciones ideológicas que lo ubicaron,
sino, en el ala del socialismo, entonces, en el espectro de la izquierda
política, sucintamente definida como una figura contraria al sistema, bien como
siempre estuvo a lo largo de su carrera política: contra el sistema y deseoso
de cambiarlo, en defensa, claro, del desvalido, del campesino, de la clase
obrera, de las muchedumbres y de ese mismo pueblo que lo aclamaba.
Eran los tiempos donde se enfrentaban dos caudillos: Gómez, por los
conservadores, y Gaitán, por los liberales, -o, bueno, por el verdadero pueblo,
si se quiere, liberal-, que lo acompañó hasta el punto de inmolarse por su
persona, “El caudillo del pueblo”, en “El Bogotazo”: suceso que dio inició al
fomento, en todo su esplendor, de otro episodio, lamentable, por cierto, con
registro previo en los anales de nuestra historia conocido como “La violencia”,
dibujada a la perfección por Monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y
Eduardo Umaña Luna a través del texto “La violencia en Colombia: estudio de un
proceso social”. (Ed. Tercer Mundo, 2ª. Ed. Bogotá, 1962).
Así cayó de bruces Gaitán: “El reloj de la iglesia de San Francisco
marcaba la 1:05 de la tarde cuando Juan Roa Sierra, un hombre de 26 años que al
mirarse en un espejo veía la imagen del general Santander, se paró junto a la
entrada del edificio Agustín Nieto Caballero (carrera séptima entre calles 14 y
15), alistó un viejo revolver y disparo cuatro veces…”. (CEET. (2000). Siglo
XX a través de EL TIEMPO, Sección 1948. Bogotá, 1ª. Ed.), mientras en su
agonía y, antes de exhalar su último suspiro, sentenció: “Yo no soy un
hombre, soy un pueblo. Y el pueblo es mayor que sus dirigentes”.
In memoriam de Jorge Eliécer Gaitán Ayala (Bogotá, 26 de enero de 1903;
ibidem, 9 de abril de 1948)
Nicolás Fernando Ceballos Galvis
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